Como tantas mujeres misioneras, mi abuela Ña Pau es una personita de figura robusta, un poco petisona, de piernas fuertes y pequeñas manos rudas que no olvido. Ella se llama Paublina Benítez, en realidad, pero en Piray la conocen todos por Ña Pau, como una abreviación de Doña Paublina, similar a “blog” para no decir “Weblog” o “fan” para no decir “fanatic” solo que éstas palabras son más famosas por no ser morochitas y de ojos marrones.
Ña Pau es la mamá de mamá, nació en algún lugar del Alto Paraná paraguayo y hoy tiene cerca de cien años. No me atrevo a decir exactamente su edad porque resulta que, como la mayoría de los que nacieron lejos de las urbes cultas e inteligentes, la fecha de su nacimiento dependía del que escribía en el registro de las personas y no del calendario.
A esta abuela cada uno de sus hijos, nietos y bisnietos le debemos instantes de simpatía continua por frases, como la de la abuela de mi amigo Joselo Cura, también de Piray: “vení a darle un beso a tu agüela”, cuando llegábamos a visitarla y nos olvidábamos de saludarla. O de las reflexiones a la hora de aconsejarnos como “y no vaya’ a decí nada, porque calavera con gusto no chilla”.
Claro que por más que nos arrancara carcajadas desde las vísceras con esas típicas salidas, cada uno de nosotros supo perdonar su castellano entreverado cuando con el tiempo nos fuimos enterando que allá por 1947 tuvo que hacer más de 400 kilómetros a lomo de burro un poco y en carretas estiradas por bueyes otro poco hasta Asunción, y con cinco gurises, mi madre de dos meses entre ellos; y como si eso fuera nada, asustada hasta el caracú porque se iba amenazada de muerte por ser esposa de un Liberal.
Y sí, resulta que su marido que ya había corrido –literalmente –hasta Caraguatay, Misiones, era afiliado al Partido Liberal Radical que en la revolución del ’47 se había levantado con los febreristas contra el gobierno Colorado, de donde saliera el dictador que gobernó Paraguay por 39 años, Alfredo Stroessner.
El abuelo, Anselmo Cristaldo, cayó en Misiones, Argentina no por ser la mejor opción política, porque él sabía que Perón había ayudado al dictador paraguayo a imponerse en el gobierno enviándole dos barcos con marinos para que lo defendieran, sino porque era “lo más cerca, cruzando el río” para que sus perseguidores no cumplieran con la amenaza de matarlo, después de violar a su mujer e hijas delante de él, como lo hicieron con varios amigos suyos. Quizás por eso la abuela no cree mucho “en eso’ drauma guaú que dice lo doctore’ que afecta para no trabajá”.
Porque con esas complicaciones encima, después de juntar un poco de plata trabajando en un yerbal y en los obrajes, el abuelo fue a Asunción a encontrarse con su familia sin saber si Ña Pau llegaría viva con sus cinco kunumi. Ahí la encontró como una leona cuidando a sus cachorros. Tomaron el tren a Encarnación, y desde allí remontaron el río en El Doradito hasta frente a Caraguatay para cruzar el Paraná en canoa.
Así empezó Ña Pau a vivir una nueva vida, en un país diferente, sin nada más que ropas para abrigarse un poco. Ahí, en una casita de madera sin muebles, amasaba el pan en el piso, que después horneaba en un tacurú que ella misma convirtió en horno rasguñando la tierra con sus manos. A los mitaí más grandes les mandó a “buscar latita’ por ahí” para usar de tazas, ollas, y bacines.
Organizó la vida del hogar con lo’ varone’ para salí a vendé pan entre los obrero’ y la’ mita kuña para atende’ la casa, hasta que el abuelo pudo encontrar un mejor trabajo en la plantación Flor de Liz en Eldorado, en donde pudieron tener su terreno propio. Desde ahí los hermanos mayores de mi madre, a veces con ella, venían a vender verduras y a hacer las compras hasta Puerto Piray, que ya crecía diferente con la fábrica papelera Celulosa Argentina. No había escarcha de frío ni sol reverberante que los detuviera, ni siquiera para tomarse unos minutos y cabezudea’ por ahí jugando a la bolita o al tico, apostando las moneditas ganadas para llevar más a casa. Había que comer.
Con el tiempo, por diferencias con el abuelo, Ña Pau se largó sola hasta Buenos Aires a buscar trabajo, cuando ella apenas conocía el asfalto y le revolvía las entrañas dejar a algunos de sus críos, que después vino a buscar uno por uno.
Allá aprendió de sopetón a tomar un colectivo, a que las casas tenían número, las calles nombres, y que la gente hablaba raro y no saludaba. Le tocó conocer y aprender –además de defenderse de asaltantes y sinvergüenzas –el frío penetrante en una villa de la Capital Federal, y cuando las manos le quedaban moradas mientras lavaba la ropa de los patrones trabajando de empleada doméstica.
A veces, cuando contaba sus peripecias, se le escapaba que “nunca tuvo miedo de Güenosaire’, lleno de gente ñe’embare’i” , mientras nosotros nos reíamos de su expresión y nos emocionábamos años más tarde entendiendo por qué nos retaba cuando decíamos que no podíamos hacer alguna cosa. “No hay que se’ kaigüé”, nos decía, “hay que se’ agradecido por los cosa’ que nos da el Señor”.
Ya en Piray, mucho después, el mismo hombre que la dejó ir cayó enfermo por un derrame cerebral que le dejó la mitad del cuerpo inválido, y Ña Pau volvió de Buenos Aires para cuidarlo con gran dedicación por más de 20 años hasta su muerte: quizás el ejemplo de perdón más grande que yo haya conocido en mi vida.
Hoy la casa de mi abuela ya no es donde actualmente Demetrio y Cristina tienen su despensa, ella hace mucho se mudó casi en frente de la casa de mis padres, sobre la calle Chacabuco del barrio San Martín, en donde falleció el abuelo. En esta casa, al igual que en la anterior, Ña Pau hizo una huerta que cuidó por mucho tiempo, picó leña, acarreó agua, arregló la casa, puso baño instalado, y todos los días recibía gente “projimo’ de Dio’ que hay que ayuda’”, como paraguayas vendedoras de productos naturales, que aprendí a respetar al reconocer en ellas la fuerza de mi abuela para levantarse a la madrugada en cualquier época del año, cruzar el Paraná en canoa, subir los barrancos del río cargadas de bolsas que ningún hombre puede soportar cargar por una cuadra, y caminar el día completo con ellas prefiriendo vender y no robar.
Así le cayó el siglo encima a Ña Pau, con “ese vilagra que le tiene todo hakú a lo’ hombre’ por ahí”, la tele que “solo reví desnudo mue’tra ahora” y la gurisada que anda “tekore’i endrogándose para no trabajá”.
Y sí, abuela, lamentablemente nosotros tenemos que seguir viviendo con todo eso encima. Afortunadamente, el Señor ya te está dando el descanso que merecés, ausentando tu mente de tanta porquería. Pero jamás se borrará de nuestras mentes tu vida, igual que las de tantas aguerridas misioneras, que han logrado criar a siete hijos, atender a un marido minusválido, ayudar a decenas de nietos, y asistir a infinidad de personas, sin saber qué es la inflación, ni qué partido político profesa el gobierno de turno, ni qué es el turismo, y ni siquiera Internet en donde tu nieto escribe “pavada no ma’ seguro” tratando de regalarte un insignificante homenaje.