Disculpe mi catinga, señor turista. El de la mesa de al lado
no tiene nada que ver con el mal olor que siente, soy yo. Sé que servirle así
es nauseabundo, por más que mi aroma natural esté disminuido con algún perfume
transfronterizo, y quiero asegurarle que usted no tiene ninguna culpa, señor
turista.
Es que, le cuento, hace mucho que el agua potable no llega a
mi barrio y tampoco llega la electricidad que hace funcionar nuestra bomba del
pozo de agua. Así que, imagínese, es un poco difícil mantener una buena fragancia
debajo de los pliegues del cuerpo, y en la ropa que no quiere limpiarse sin
agua.
Hay días en los que el Señor nos manda una lluvia, para que
podamos llenar algún tambor salvador, y así podemos zafar por un tiempo (zafar
significa “solución provisoria”, señor turista, algo que aquí aprendemos desde
pequeños y es muy popular entre nuestros administradores).
Esta emanación que siente salir de mi cuerpo tiene una edad
de tres días, y todo tiene una explicación lógica, señor turista. Si usted así lo
desea, puede utilizar esa inmaculada servilleta blanca de algodón y licra, para
taparse la nariz y escuchar mis más sinceras disculpas y relato de lo sucedido.
Tres jornadas atrás acepté la invitación para jugar un
partido de fútbol, confiado en que a la vuelta de mi merecida recreación,
podría bañarme con el agua que caía goteando en una cisterna que almacena la
poca presión del servicio de agua. Pero por enésima vez en mi vida de
iguazuense mi confianza fue una vez más burlada: al llegar a casa, no tenía
energía para que mi bombita subiera el agua de la cisterna.
Así fue que dormí conmigo y mi catinga hasta el otro día en el
que tuve que venir al hotel. Pero mientras saboreaba en mi mente esa lluvia de
la ducha cayendo con fuerza sobre mí, masajeando mi picante cuero cabelludo a
una temperatura ideal, recibo la orden de vestirme inmediatamente para realizar
un servicio que no podía esperar que me bañe.
El evento estaba lleno de personas muy importantes, que
dependiendo de la dirección del viento que daba al jardín donde disfrutaban sus
manjares, pudieron sentir al mozo catingudo que les servía canapés, camarones
salteados, y champagne. Yo, claro, cumplí con todo lo indicado y la sonrisa de
yurú né nunca se me borró.
Al terminar la jornada, mientras me sacaba el uniforme y estaba
a punto de sentir el agua perfecta, una llamada me avisa que mi casa sufrió un
atentado a la propiedad privada –entiéndame, intento ser diplomático en mi
relato –y salí urgente hacia allá, lavándome solo la cara.
Una vez en mi casa, descubrí que la única cosa que faltaba
era la bomba del pozo, así que tuve que recurrir a mi vecino para por lo menos
sacarme el aroma debajo del brazo, que ahora juntaba una mezcla de fútbol,
desodorante, sol de un evento, caminata, ropa sucia, y perfume.
Así llegó la segunda noche de sueño con catinga, que fue
interrumpido por otra llamada que me hizo venir urgente temprano en la mañana para
servirle el desayuno a usted, señor turista. Afortunadamente tengo trabajo y
voy a poder comprarme otra bomba, y eso debo agradecerle infinitamente a
nuestros administradores públicos que tanto se preocupan por capacitarnos a
atenderlo bien.
Además quiero comentarle que este reví né y py né es
pasajero, es algo aislado, algo simplemente circunstancial, que quizás en los
próximos otros diez años que este gobierno provincial siga administrando
resolverá con un programa llamado Reví Né Cero, proveyendo Desodorantes Para
Todos.