Por mucho tiempo, en nuestro país, y especialmente en
nuestra Misiones, la historia oficial escolar y gubernamental, nos decía que
mientras en el Caribe llegaban unos hombres con grandes barcos y largos
atuendos, acá no ocurría nada ni había nadie, menos mujeres.
También nos contaban que mientras otros hombres de la misma
refinada Europa, un tiempo después llegaban a nuestro territorio y pasaban
cerca yendo a Asunción, acá todavía no había pasado nada ni habitaba nadie, ni
había nada para contar. Éramos un pedazo de monte; nada más.
De esta manera, muchos misioneros crecimos creyendo que el
privilegio de la historia era solo para Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos,
Santa Fe, Mendoza, y otros territorios que contaban con ilustres caballeros,
que de tan machos que eran, se las arreglaron para vivir y hacer todo sin
mujeres. Las féminas no existían.
Pero acá sí había mucho. Tanto que quizás a los ganadores
que escribían la historia les daba vergüenza contar. Afortunadamente, la vida
nos da la oportunidad de conocer qué sucedió en realidad, gracias a quienes,
como el historiador Felipe Pigna, reivindican a los que fueron ignorados por la
historia de los que ganan, o por los nunca ausentes: chupamedias de quienes
ganan.
Así aparece Juliana, una aborigen guaraní que vivió en los
años cuando Pedro de Mendoza, un noble español muy ligado al arzobispo de
Toledo, envió a un grupo liderado por Juan Ayolas a buscar la “Sierra de Plata”
subiendo por el Paraná. Éstos, según nos alumbra Pigna en su libro Mujeres
Tenían que Ser, al llegar a la confluencia con el Río Paraguay hacen una
alianza con los payaguaes, quienes buscaban ayuda contra sus adversarios.
Esta alianza se selló con la “entrega de mujeres”, conforme
a la costumbre guaraní, y a pesar que fue condenada por muchos cronistas de la
época como una costumbre “bárbara”, era exactamente igual a lo que hacían los
reyes europeos, entregando a las princesas a extraños príncipes para realizar
una “alianza de sangre para asegurar los acuerdos”, que dicho sea de paso
estaba totalmente bendecido por la santa iglesia y aceptado por los que
demonizaban a los indios.
Esto llevó a que los tan célebres europeos, sin comprender
el significado del sello de confianza aborigen, empezaran a apropiarse
literalmente y sin control de mujeres guaraníes. Según las crónicas del cura
Martín González “querer contar e enumerar las indias que al presente cada uno
tiene, es imposible, pero paréceme que hay cristianos que tienen a ochenta e a
cien indias, entre las cuales no puede ser sin que haya madres, hijas,
hermanas…”
Francisco de Andrada en 1545, según otro registro mencionado
por Pigna, “confirma la inutilidad y la vagancia de los valerosos conquistadores,
quien justificaba el sometimiento de las mujeres guaraníes porque de lo
contrario hubiesen tenido que trabajar ellos”.
Decía: “hallamos, señor, en estas tierras, una maldita
costumbre: que las mujeres son las que siembran y cojen bastimento, y como
quiera que no podíamos sostener por la pobreza de la tierra, fue forzado cada cristiano a tomar indias de
esta tierra, contentando a sus parientes con rescates, para que les diesen de
comer”.
Esta apropiación y abuso llegó a tal punto que quedan muchos
registros de quienes intercambiaban las indias por mercadería, como Domingo de
Irala, quien vendió a Tristán de Vallartas una india cario por una capa e un
sayo de terciopelo…” y otros que cuando algún juez eclesiástico iba a cobrar
las penas… “las pagaban con indias”.
Así sucedió que cuando los guaraníes notaron que los
españoles no vinieron para hacer alianzas con ellos, sino a someterlos y
esclavizarlos, empezaron a rebelarse. Cuentan los registros, que algunas
aborígenes intentaron escaparse a los montes, y fueron perseguidas, traídas de
vuelta, y apresadas con cepos en los pies. Otras comían tierra, ceniza, carbón
y otras cosas para suicidarse, y por esto los españoles las encerraban en
cestos que colgaban de los techos para que no pudieran alcanzar la tierra.
Allí colgadas, eran obligadas a trabajar y dormir; y era tal
el maltrato que los españoles mataban casi por entretenimiento a los hombres
guaraníes sospechados de haber tenido alguna relación con las mujeres esclavas,
inclusive públicamente sin remordimientos y encubiertos por todos, pues eran
cómplices en la maldad.
Cansada de estos abusos, Juliana, quien era “pertenencia” de
Nuño Cabrera junto a sus hermanas, un jueves santo de 1539, decidió degollar a
su excelentísimo amo español e inició una gran rebelión. El ejemplo, según
Pigna, se esparció peligrosamente y los españoles empezaron a temer a las
aborígenes.
Al llegar nuestro conocido Álvar Núñez Cabeza de Vaca en
1541, se entera de lo sucedido con Cabrera, y dio cierto consuelo a sus compatriotas
ordenando torturar y ahorcar a la brava Juliana y a sus compañeras; luego para
lograr cierta justicia a sus ojos decretó “que nadie tenga en su casa a dos
hermanas o madre e hija ni primas ni hermanas”, y por eso sufrió una revuelta
por parte de los ofendidos españoles y lo enviaron preso de nuevo a España.
De esta manera quedó registrada Juliana, escondida por los
ganadores, y por los hasta hoy admiradores de los grandiosos europeos, que
seguramente encontrarán la manera de justificar a los conquistadores y condenar
a los conquistados, especialmente si éstos son mujeres.