lunes, 21 de marzo de 2011

Responsable

De un momento a otro tuve que hacerme responsable. Tuve que entender qué era esa palabra repetida por mis padres tantas veces cuando querían recalcarme que el vidrio roto por la pelota era mi responsabilidad, y que no tenía que culpar ni a Gustavo, mi primo, ni a Cambe, mi vecino de atrás. "Vos sos el responsable", me decía mamá mientras me recordaba que iba a contar lo sucedido a papá cuando llegara de trabajar; y eso sí que era lo último que quería que sucediera.
Es que el relato de mamá no pasaba desapercibido para mi papá, que lejos de investigar lo sucedido y atender a mi reclamo sobre mi derecho a réplica y a un justo juicio con testigos, me dictaba la sentencia sin mucho preámbulo: "Vaya a la pieza". Esto, claro, no era el castigo final, sino que significaba una espera infinita hasta que mi viejo apareciera por la puerta de la habitación, con cara firme de ceño fruncido, varita de ligustro en mano, se sentara en una de las camas y me ordenara que tomara asiento frente a él. Y aquí empezaba el otro eterno proceso.
Como somos creyentes protestantes, me hacía una breve invitación a orar para pedir perdón al Señor por mi comportamiento, y luego me resumía lo ocurrido para que yo entendiera por qué me iban a doler los inminentes varillazos en mi cola. Obviamente, por la culpa, yo no atinaba más que a llorar antes que me castigara, para generar una potencial y muy lejana chance de compasión, que se esfumaba tras la orden: "Póngase bien". Esto se traduce: de espaldas para que no me pegara en otra parte del cuerpo que no fueran las nalguitas.
Pero, siempre aparecían rastros del ligustro en otras partes del cuerpo, cercanas y lejanas al trasero. Y debo aceptar, esto era siempre por culpa de mis retorcijones después de la primera asentada y no por la mala puntería de mi padre, que de acuerdo a su buen criterio no pasaba de tres o cuatro intentos para acertar mi cola. Era suficiente. Él se retiraba cerrando la puerta sin decir nada, y yo quedaba odiándolo por unos cinco minutos.
Tuvieron que pasar muchos años para que yo entendiera lo que significaba todo ese proceso de castigo, que más de uno al escucharlo como anécdota mía lo calificó como "tortura", "anticuado", "falto de criterio", y hasta "inhumano". Y acá también debo reconocer que si me preguntaban justo después de "ligar" qué pensaba sobre las correcciones de mis padres, hubiera coincidido con las calificaciones nombradas. Pero, hoy no.
Hoy tengo dos hermosas hijas, y puedo asegurar que comprendo exactamente que mi viejo se retiraba en silencio cerrando la puerta después de los varillazos, porque el dolor en sus entrañas y el nudo en su garganta le aguantaban las palabras y las lágrimas, por haber visto llorar a su hijo menor, a quien sólo minutos después de haberlo castigado recibía en su regazo para abrazarlo y besarlo, mientras perdonaba la conducta, pidiendo que no se volviera a repetir con una firmeza tierna, tal cual lo intento hacer yo con mis nenas.
Así me enseñaron a ser responsable de mi conducta, además de los vastos consejos y previsiones dadas en charlas amenas y sin castigos. Lejos quedaron las siestas en que nos escondíamos irresponsablemente riéndonos a carcajadas, después de ver a nuestro vecino don Ayala levantarse desesperado de su hermosa siesta veraniega en el piso de su corredor para atender el teléfono, que mi hermano mayor hacía sonar una y otra vez para ver la barrigona y pesada figura del vecino corriendo hasta la sala. Pasaron muchos días y años de aquellas tardes en que me escapaba de la siesta obligatoria para ir a jugar y vagar con mis primos. Muchas lunas pasaron desde aquellas noches en que esperábamos la aurora con los mismos primos, hablando de todo y de todos, mientras nuestros padres nos hacían durmiendo en nuestros cuartos.
Pero la palabra responsable, su significado, y la manera de aprender a serlo no pasaron nunca ni se borraron de mi memoria, ni siquiera en el cuarto oscuro a la hora de votar.