martes, 31 de agosto de 2010

Un avioncito de cartón


Recuerdo que desde muy pequeño gustaba imaginar todo tipo de situaciones, y con ello tenía fortalezas y debilidades. Me encantaba tirarme en la cama y armar figuras con las manchas o nudos de los machihembres del cielorraso, y una vez armadas las imágenes creaba cuentos a partir de ellos. También me fascinaba, sentado en la ventana, observar la gente que pasaba, repetía sus nombres, e imaginaba que era invisible y que los acompañaba adonde ellos iban. Desde la ventana también me atraía mucho observar la lluvia y las marcas que dejaba en el patio de casa, mitad barro colorado, mitad pasto. Yo era pequeñísimo, y corría flotando en las corrientes de los surcos, y ayudaba a las hormiguitas para que no se ahoguen, acercándoles palitos, ramitas, algo de plástico, o simplemente mi espalda.
Tanto sentía este papel de salvavidas, que mientras fantaseaba sentado en la ventana, me secaba el agua del rostro después de haber zambullido para ayudar a los animalitos y volteaba hacia todos lados simulando respirar agitado para encontrar otra posible víctima y nadar apresurado para salvarla. Esto lo hacía siempre estando solo, y casi siempre en horario de la siesta, que en Piray, y en todo Misiones, tiene el aire de misterio silencioso, lleno de ángeles.
Sin embargo, cuando estaba acompañado solía reprimir estos delirios, porque al contarlos una vez logré sólo obtener el apodo de “loquito” cuando era niño, y “pavo” cuando era un gurí adolescente. Y había veces que los apodos tenían su fundamento firme en mi distracción ante las instrucciones en la escuela o en alguna orden impartida por parte de mis padres, que ante mis gritos por las noches se levantaban desesperados para salvarme del “celeste”, una especie de monstruo, mezcla de sombra y cielo que veía por la ventana.
Pero además de esas debilidades, gozaba de la fortaleza de poder narrar y redactar cualquier tipo de cuento o historia en mi favorita clase de lengua o literatura, y por recorrer los mismos libros mil veces la memoria me ayudaba, recordando añosos datos sin haberlos anotado, y los decía por más que para los otros seguía siendo un loquito mentiroso hasta que se comprobaba lo contrario.
Con el paso del tiempo, dejé de ser un loquito mentiroso y pavo, y pasé a ser un delirante marihuanero y un volado total. Y esto hizo que las imágenes e historias de mi mundo fueran borrándose poco a poco, hasta hacerme preferir la realidad cruda, y con ella también fue borrándose mi sonrisa y aparecieron surcos dolorosos en mi frente, y tensos músculos fruncidos entre mis cejas. Por suerte sólo duraron unos años hasta que una clase de metodología de enseñanza en la licenciatura que hoy me ampara, la profesora nos iluminó con este tema justamente, demostrándonos que la inclemente realidad adulta aniquila la infinita y hermosa imaginación infantil, con reflexiones realistas que nada tienen que ver con su mundo.
Es así que hoy, lamentablemente, no contamos con muchos niños que prefieran los libros, porque ellos significan estar castigados lejos de la televisión, que debo contar también, en casa de mis padres nunca hubo. Gracias papá y mamá. No porque ella sea totalmente mala e inútil, sino porque no ayuda al precioso mundo de los niños. Por eso, cuando mi hija Fiorella (Fío o Apocorrorro, para mí) de tres años me dijo que va a venir a visitarme en su avioncito de cartón hasta la compu donde estoy, y que atrás con un cinturón chiquititito va a venir sentada mi otra hija Aymará (Carpinchito o Apocososo, para mí), y que yo tenía que salir a esperarle en una moto, para agarrar el avioncito que pasa, yo sólo sonreí y le pregunté de qué color es su avión y que va a tener pintado afuera para que yo lo reconozca.
Es que no quise cambiarle de tema y decirle que era una loquita mentirosa o pavota, porque me hubiese perdido la parte en que ella me explicaba que el avioncito de cartón va a tener pintada una bandera afuera y va a decir “te amo, papi”.

martes, 17 de agosto de 2010

Misionero come chipa

A esta altura prefiero las declaraciones y actitudes de consenso y unidad, pero cuando llega el día en el que recordamos a don José, éste me obliga a la reflexión defensiva, que entre mis sueños quiere llegar a los filamentos más profundos de mis hermanos.

Y me pregunto si dentro de los ojos que lleguen a estos trazos habrá alguien que comprenda, que don José fue y es misionero, aunque los límites de hoy pongan a Yapeyú dentro de nuestra vecina Corrientes. Los mismos rasgos, hoy ya amarillentos, de aquel funcionario público que registró su llegada a este mundo como cualquier otro lo eterniza como hijo de las Misiones. ¿Por qué habría de negársele su origen al Libertador? ¿Acaso lo haríamos así con el irlandés que peleó a nuestro lado en aquella época, por más que su apellido Brown, indique que nada tenía de criollo americano? ¿O caso contrario al belga Cortázar, que prefería ser argentino; o al oriental Quiroga que se hizo hijo de la tierra roja?

Hoy ya no importan sus orígenes, dirían los tibios al recordar la obra de cada uno, pero a la vez vociferan grandes elogios de ínfimos logros rioplatenses, que hacen pasar a través de la historia como si fuese que los días solo hubiesen existido en las pampas. Disculpen, pero Andresito me provoca a ser agresivo recordándome que mientras él siendo indígena misionero dominaba el español y el guaraní en el habla y en la escritura, allá debajo sólo se revolcaban entre su pobre castellano mezclado con frías anglosajonías afrancesadas, que hasta hoy se atreven a llamar cultura argentina.

Se habrán olvidado quizás que mientras ellos disputaban si la bandera debía ser celeste o roja, el monte misionero ya había impreso el primer libro en toda Latinoamérica, y llevaba un siglo con sistema sociopolítico basado en la producción y exportación de la yerba mate, que dentro del suelo argentino elige nacer en su proceso natural sólo en la tierra roja.

¿Qué pasó después?, preguntarán los ignotos carapálida de siempre, a quienes habrá que domarlos haciéndoles leer algunos rasgos de barro colorado, que le sacarán las dudas que la explotación guaú –sí, guaú, así digo yo –de los aborígenes en los 1600-1700 es hasta casi una caricia comparada con la explotación que hoy viven y sufren ellos por parte de otros carapálidas.

Y que por más esfuerzo que hicieron para ignorarnos hasta 1953, año en que nos dieron el titulito de provincia, en estos pocos años nos transformamos en una de las economías más importantes del país, en primer destino turístico nacional, principal productor y proveedor de yerba, tabaco, y madera, y todo esto conservando el 50% de la incomparable naturaleza que nos regaló el Todopoderoso.

Perdón por mi agresividad, pero don Ramón me incita desde su Posadeña Linda, su Mensú, Los Gurises, y su Canción al Iguazú, a que apriete mis dientes y se me conmuevan los tuétanos junto a la melodía de Mi Pueblo, Mi casa, La soledad, del indiscutible Chango. Y desde sus letras, sin nada que envidiar a nadie, me empujan al frente Zamboni, Capaccio, Toledo, Areco, el tocayo Amable, y acá no más Moreyra, Stéfani, y el desconocido Julio Ferreira, que sin licenciaturas, títulos honoríficos, premios por doquier, sin viajes al piratón del norte, ni a la Europa, organizó, cambió, dio nombre, trabajo, y dignidad a 40 cirujas basureros y sus familias que fueron escuchados y honrados por el mismo gobierno nacional y el Banco Interamericano de Desarrollo, para transformar el nauseabundo patio de atrás de la ciudad en una planta de transferencia de más de 8 millones de pesos, aportando al medio ambiente mucho más que los inútiles verborrágicos carapálidas. Sí, y lo hizo siendo morocho misionero, sin todos los dientes, hablando perfecto castellano, guaraní, y portugués, mientras comía chipa.