miércoles, 6 de febrero de 2013

Juliana, la guaraní que degolló a un español

Por mucho tiempo, en nuestro país, y especialmente en nuestra Misiones, la historia oficial escolar y gubernamental, nos decía que mientras en el Caribe llegaban unos hombres con grandes barcos y largos atuendos, acá no ocurría nada ni había nadie, menos mujeres.


También nos contaban que mientras otros hombres de la misma refinada Europa, un tiempo después llegaban a nuestro territorio y pasaban cerca yendo a Asunción, acá todavía no había pasado nada ni habitaba nadie, ni había nada para contar. Éramos un pedazo de monte; nada más.

De esta manera, muchos misioneros crecimos creyendo que el privilegio de la historia era solo para Buenos Aires, Córdoba, Entre Ríos, Santa Fe, Mendoza, y otros territorios que contaban con ilustres caballeros, que de tan machos que eran, se las arreglaron para vivir y hacer todo sin mujeres. Las féminas no existían.

Pero acá sí había mucho. Tanto que quizás a los ganadores que escribían la historia les daba vergüenza contar. Afortunadamente, la vida nos da la oportunidad de conocer qué sucedió en realidad, gracias a quienes, como el historiador Felipe Pigna, reivindican a los que fueron ignorados por la historia de los que ganan, o por los nunca ausentes: chupamedias de quienes ganan.

Así aparece Juliana, una aborigen guaraní que vivió en los años cuando Pedro de Mendoza, un noble español muy ligado al arzobispo de Toledo, envió a un grupo liderado por Juan Ayolas a buscar la “Sierra de Plata” subiendo por el Paraná. Éstos, según nos alumbra Pigna en su libro Mujeres Tenían que Ser, al llegar a la confluencia con el Río Paraguay hacen una alianza con los payaguaes, quienes buscaban ayuda contra sus adversarios.

Esta alianza se selló con la “entrega de mujeres”, conforme a la costumbre guaraní, y a pesar que fue condenada por muchos cronistas de la época como una costumbre “bárbara”, era exactamente igual a lo que hacían los reyes europeos, entregando a las princesas a extraños príncipes para realizar una “alianza de sangre para asegurar los acuerdos”, que dicho sea de paso estaba totalmente bendecido por la santa iglesia y aceptado por los que demonizaban a los indios.

Esto llevó a que los tan célebres europeos, sin comprender el significado del sello de confianza aborigen, empezaran a apropiarse literalmente y sin control de mujeres guaraníes. Según las crónicas del cura Martín González “querer contar e enumerar las indias que al presente cada uno tiene, es imposible, pero paréceme que hay cristianos que tienen a ochenta e a cien indias, entre las cuales no puede ser sin que haya madres, hijas, hermanas…”

Francisco de Andrada en 1545, según otro registro mencionado por Pigna, “confirma la inutilidad y la vagancia de los valerosos conquistadores, quien justificaba el sometimiento de las mujeres guaraníes porque de lo contrario hubiesen tenido que trabajar ellos”.

Decía: “hallamos, señor, en estas tierras, una maldita costumbre: que las mujeres son las que siembran y cojen bastimento, y como quiera que no podíamos sostener por la pobreza de la tierra,  fue forzado cada cristiano a tomar indias de esta tierra, contentando a sus parientes con rescates, para que les diesen de comer”.

Esta apropiación y abuso llegó a tal punto que quedan muchos registros de quienes intercambiaban las indias por mercadería, como Domingo de Irala, quien vendió a Tristán de Vallartas una india cario por una capa e un sayo de terciopelo…” y otros que cuando algún juez eclesiástico iba a cobrar las penas… “las pagaban con indias”.

Así sucedió que cuando los guaraníes notaron que los españoles no vinieron para hacer alianzas con ellos, sino a someterlos y esclavizarlos, empezaron a rebelarse. Cuentan los registros, que algunas aborígenes intentaron escaparse a los montes, y fueron perseguidas, traídas de vuelta, y apresadas con cepos en los pies. Otras comían tierra, ceniza, carbón y otras cosas para suicidarse, y por esto los españoles las encerraban en cestos que colgaban de los techos para que no pudieran alcanzar la tierra.

Allí colgadas, eran obligadas a trabajar y dormir; y era tal el maltrato que los españoles mataban casi por entretenimiento a los hombres guaraníes sospechados de haber tenido alguna relación con las mujeres esclavas, inclusive públicamente sin remordimientos y encubiertos por todos, pues eran cómplices en la maldad.

Cansada de estos abusos, Juliana, quien era “pertenencia” de Nuño Cabrera junto a sus hermanas, un jueves santo de 1539, decidió degollar a su excelentísimo amo español e inició una gran rebelión. El ejemplo, según Pigna, se esparció peligrosamente y los españoles empezaron a temer a las aborígenes.

Al llegar nuestro conocido Álvar Núñez Cabeza de Vaca en 1541, se entera de lo sucedido con Cabrera, y dio cierto consuelo a sus compatriotas ordenando torturar y ahorcar a la brava Juliana y a sus compañeras; luego para lograr cierta justicia a sus ojos decretó “que nadie tenga en su casa a dos hermanas o madre e hija ni primas ni hermanas”, y por eso sufrió una revuelta por parte de los ofendidos españoles y lo enviaron preso de nuevo a España.

De esta manera quedó registrada Juliana, escondida por los ganadores, y por los hasta hoy admiradores de los grandiosos europeos, que seguramente encontrarán la manera de justificar a los conquistadores y condenar a los conquistados, especialmente si éstos son mujeres.