miércoles, 27 de abril de 2011

Azardi

Cuando andaba pirueteando por los nueve o diez años, recuerdo que mi hermano mayor, Darío, saludaba de una manera muy peculiar al albañil que construía un muro perimetral –que nunca entendí –entre el terreno de mi casa y el negocio de mis tíos.

-Zaaardiii!! –saludaba mi hermano con voz cambiada a gruesa.

-Acá ‘tamooooo –respondía el albañil, con su imborrable sonrisa desdentada.

-¿Y River? –provocaba mi hermano, cuando sabía que el equipo gallina había perdido.

-‘Peculaaaaaannndoo no ma’ –reía don Azardi.

El diálogo podía repetirse durante el día varias veces, hasta tal punto que los que lo escuchábamos, además de saber cada letra de memoria, lo usábamos también riéndonos con don Azardi, que en nuestro barrio San Martín de Piray era muy conocido, y quizás en todo el pueblo también.

Era petiso, de panza cuadrada y piernas flacas, que le daban un aspecto de cucurucho. Su cara redonda de nariz pequeña sumaba a la simpatía de sus labios finos inflándose al hablar zezeado por haber perdido sus dientes superiores. Yo lo veía trabajar incansablemente en el muro que hoy ya no está, y en el tatakua de barro (horno en guaraní, para los anglo-galeses) de donde mi madre sacaba los mejores panes, sopas paraguayas, chipas guazú, y hasta algún que otro pirá o kuré.

Nunca supe el origen de don Azardi. Por su manera de hablar parecía muy misionero, quizás paraguayo, o medio correntino, pero nunca me olvido de las recomendaciones dadas por él mientras me decía que el vasito de plástico que siempre lo acompañaba tenía yogur, aunque el aroma me hacía saber aun a mi corta edad, que mi consejero era apegado a la caña.

-Vo’ tené que ‘peculá siempre, porque naide piensa en uno –me decía, sin darse cuenta que yo pensaba que ‘pecular tenía algo que ver con el traste y no lograba asimilar su consejo asociándolo a mi vida. Sin embargo, yo disfrutaba del folclore que me ofrecía don Azardi, sin saber tampoco sobre el valor de una charla con cualquier persona, por más cucurucho sin dientes que pareciera.

-Para todo hay que ‘peculá –seguía en otras oportunidades –pero siempre para laburá con honestidá y sin jodé a naide. Así me hablaba mientras subía constantemente su pantalón que insistía en quedarse abajo, por más que siempre estuviese atajado con el mismo cinto, y la camisa adentro. Claro que mucho tiempo después comprendí que ‘pecular era especular, y que don Azardi le respondía así a Darío porque decía que su equipo millonario que había perdido estaba especulando o esperando a que se dieran otros resultados.

Recuerdo que el tatakua lo usamos hasta que nos mudamos a Puerto Rico, y nunca sufrió ningún inconveniente, sino que por el contrario siempre recibía elogios por parte de todos los que nos visitaban; pero el muro no disfrutó de lo mismo, porque unos años después tambaleó y cayó, quizás por haberse excedido don Azardi en su ‘peculación de levantarlo sin las columnas de sostén necesarias… ¡qué casualidad, parecido a los frentes políticos que se construyen hoy!

viernes, 22 de abril de 2011

No puedo pintar mi cielo

Fiorella, mi hija de tres años, se levantó chinchuda de la siesta. Y justo me tocó quedarme con ella y su hermanita, Aymará, una tarde en la que por el clima obligatoriamente tenía la única opción de aguantarla, como pagando seguramente las chinchudeces que hice soportar a mis padres.

Todo le molestaba y para todo tenía una explicación. “No hagas ruido, papi, con esos lápices, me molestás”. “No hables fuerte con Aymará, me molesta”. Y para no chocar, la complacía en todo, hasta que se me ocurrió la buena idea de hacerle bromas e imitarla, hablando con ese tono plañidero, con fuerte acento nasal, que usaba ella para quejarse de por qué existía el aire.

“Bueno, pero no muestres tu bombacha”, la provoqué.

“No muestro mi bombacha, solo me muevo y la pollera también”, me fulminó.

Y así me dejó actuar un rato, observándome en silencio; luego le lanzó una mirada asesina a su hermana que reía ante mis payasadas, y sentenció: “No me quiero reír, no sos gracioso”.

Entonces decidí pedirle un beso cada vez que se quejaba por algo. “No quiero darte besos ahora, estoy pintando, ¿no ves?” Bueno, un abrazo. “No puedo darte abrazos, te dije que estoy ocupada pintando”.

No había caso. Tomé un hondo suspiro, preguntándome si yo había causado el mismo sentimiento en mis padres cuando me levantaba así de mis siestas, y decidí ignorarla por un rato, mientras aprovechaba la infinita simpatía de su hermana.

El problema fue que eso también le molestaba. “Papi, portáte bien, no juegues bruto con Aymará, ella es chiquita”, me retaba, por más que su hermanita reía a carcajadas. “No hagas ruidos fuertes, no me gusta”. Y aquí fue cuando le pregunté qué le pasaba, y por qué estaba así chinchuda. “No estoy chinchuda, sólo no puedo pintar mi cielo”, me respondió.

Ahí recién mi cabezota notó que ella batallaba desde hacía rato con un lápiz azul que no pintaba el cielo de ella en un libro de dibujos. Me acerqué, miré lo que ya había pintado, y le pregunté por qué no podía pintar su cielo. Me dijo que el color estaba bien, y que había que poner algo duro abajo –ella pintaba sobre la cama. Pusimos un libro de tapa dura debajo del dibujo. Tampoco solucionó el problema. Seguía chinchuda.

Rogando a Dios paciencia, observé el dibujo un buen tiempo, y luego le dije: “Me gusta tu cielo”. Ella me miró seria “¡No, es feo!”. Esperé otro rato, para ver si la paciencia que Dios me mandaba, venía en carreta desde Mozambique, y le dije: “Al ratón que está abajo también le gusta tu cielo, porque se está riendo contento, y el vio cómo vos pintabas”.

Pensó –Fiorella siempre se toma tiempo para pensar –y finalmente se sonrió dócil, para acomodarse apoyada en mí. Suspiré aliviado: no era que no podía terminar de pintar su cielo, era que no veía lo hermoso que ya lo había pintado.

miércoles, 20 de abril de 2011

Ñande jeyma la culpable!

Mirá vos. Resulta que la falta de combustible en Iguazú es en realidad porque nosotros consumimos mucho –nosotros, digo, usted y yo mi querido vecino –así concluyeron los concejales de Iguazú y los representantes de las cámaras e instituciones oficiales, en una reunión “para buscar la solución”.

No pudo más que causarme gracia y recordarme la justa e impecable frase que decía Ricardo Rodasvil, un periodista-locutor paraguayo cuando leía las noticias y las sesudas declaraciones de los políticos durante su programa radial, que yo escuchaba en el colectivo que me llevaba al trabajo todas las mañanas.

“Ñande jeyma la culpable” (nosotros otra vez somos los culpables), decía Ricardo, con ese tono paraguayo tan querido y simpático que, afortunadamente, cumplía con el concepto reír para no llorar, el único consuelo del trabajador común.

Pero, por si usted no sabía, no es que nuestros gobernantes no fueron ni son capaces de “darse cuenta” que hace años, muchos años, es necesario construir más destilerías en la Argentina, proveer más depósitos de combustible en las provincias, o encontrar la manera de promover la producción de combustibles alternativos, en realidad somos nosotros los que consumimos demasiado. ¡Qué bárbaro, que insensibles somos!

Pero, ¿cómo no te diste cuenta, chamigo? Tenemos que ser más solidarios, y no comprar tanto, pero sin olvidarnos de consumir de vez en cuando para que las estaciones de servicio que nos rogaban que le compremos combustible hace no mucho, no se queden sin su platita.

Y no sólo somos culpables de que falte combustible, sino también según nuestro gobernador, nosotros somos culpables de los infinitos cortes de luz y que no funcione el nuevo transformador que compró la provincia. ¡Cómo vamos a prender la luz!, ¡qué brutos que somos!

Aclaremos que no es que el gobierno de la Renovación que ya lleva casi dos décadas sabiendo sobre el problema energético y de enganchados de Iguazú no supo resolverlo, y cuando lo hizo con gran esfuerzo, trajo un transformadorcito, para proveer una mejor calidad de servicio a la población que creció –justo durante la gestión de la Renovación –en más del 60%.

¡No es eso, pavote! ¡No seas ignorante, chamigo! ¡¿Cómo vas a culpar al gobierno?! ¡Y menos engancharte en las zonas en donde te prometieron hace raaaaato que iban a llegar los cables! ¡El tema es que vos no tenés que enchufar tu heladera ni tu esplit, y menos tu nóubu, si total es para ver tu féibu no ma’!

Y con el agua también. No es que el gobierno está tardando más de lo previsto para entregar la obra, y que por más que no se pueda negar que la inversión está siendo hecha después de más de 50 años ¡en realidad, es que vos no tenés que bañarte tanto, che ra’a!, ¿para qué tomás tanta agua? Tenés que ser más cuidadoso del medio ambiente, ¡pasáte un trapo húmedo no más!

Pero tampoco te quejes porque el sistema de cloacas y saneamiento no se termina nunca, y que el cálculo por la población que conoce muy bien esta gestión provincial y nacional, que a cada rato mandan especialistas de todo tipo acá, van a tener que actualizar tan pronto entreguen la obra. ¡No es eso, pavo! Entendé de una vez por todas, ñandé jeyma la culpable, por eso dicen que tenemos que consumir menos, no vé que se llena rápido todo’ lo’ caño nuevo eso’, No e’ que el gobierno calculó mal, ¡vo’ cagá demasiado, chamigo!

viernes, 15 de abril de 2011

Ña Pau

Como tantas mujeres misioneras, mi abuela Ña Pau es una personita de figura robusta, un poco petisona, de piernas fuertes y pequeñas manos rudas que no olvido. Ella se llama Paublina Benítez, en realidad, pero en Piray la conocen todos por Ña Pau, como una abreviación de Doña Paublina, similar a “blog” para no decir “Weblog” o “fan” para no decir “fanatic” solo que éstas palabras son más famosas por no ser morochitas y de ojos marrones.

Ña Pau es la mamá de mamá, nació en algún lugar del Alto Paraná paraguayo y hoy tiene cerca de cien años. No me atrevo a decir exactamente su edad porque resulta que, como la mayoría de los que nacieron lejos de las urbes cultas e inteligentes, la fecha de su nacimiento dependía del que escribía en el registro de las personas y no del calendario.

A esta abuela cada uno de sus hijos, nietos y bisnietos le debemos instantes de simpatía continua por frases, como la de la abuela de mi amigo Joselo Cura, también de Piray: “vení a darle un beso a tu agüela”, cuando llegábamos a visitarla y nos olvidábamos de saludarla. O de las reflexiones a la hora de aconsejarnos como “y no vaya’ a decí nada, porque calavera con gusto no chilla”.

Claro que por más que nos arrancara carcajadas desde las vísceras con esas típicas salidas, cada uno de nosotros supo perdonar su castellano entreverado cuando con el tiempo nos fuimos enterando que allá por 1947 tuvo que hacer más de 400 kilómetros a lomo de burro un poco y en carretas estiradas por bueyes otro poco hasta Asunción, y con cinco gurises, mi madre de dos meses entre ellos; y como si eso fuera nada, asustada hasta el caracú porque se iba amenazada de muerte por ser esposa de un Liberal.

Y sí, resulta que su marido que ya había corrido –literalmente –hasta Caraguatay, Misiones, era afiliado al Partido Liberal Radical que en la revolución del ’47 se había levantado con los febreristas contra el gobierno Colorado, de donde saliera el dictador que gobernó Paraguay por 39 años, Alfredo Stroessner.

El abuelo, Anselmo Cristaldo, cayó en Misiones, Argentina no por ser la mejor opción política, porque él sabía que Perón había ayudado al dictador paraguayo a imponerse en el gobierno enviándole dos barcos con marinos para que lo defendieran, sino porque era “lo más cerca, cruzando el río” para que sus perseguidores no cumplieran con la amenaza de matarlo, después de violar a su mujer e hijas delante de él, como lo hicieron con varios amigos suyos. Quizás por eso la abuela no cree mucho “en eso’ drauma guaú que dice lo doctore’ que afecta para no trabajá”.

Porque con esas complicaciones encima, después de juntar un poco de plata trabajando en un yerbal y en los obrajes, el abuelo fue a Asunción a encontrarse con su familia sin saber si Ña Pau llegaría viva con sus cinco kunumi. Ahí la encontró como una leona cuidando a sus cachorros. Tomaron el tren a Encarnación, y desde allí remontaron el río en El Doradito hasta frente a Caraguatay para cruzar el Paraná en canoa.

Así empezó Ña Pau a vivir una nueva vida, en un país diferente, sin nada más que ropas para abrigarse un poco. Ahí, en una casita de madera sin muebles, amasaba el pan en el piso, que después horneaba en un tacurú que ella misma convirtió en horno rasguñando la tierra con sus manos. A los mitaí más grandes les mandó a “buscar latita’ por ahí” para usar de tazas, ollas, y bacines.

Organizó la vida del hogar con lo’ varone’ para salí a vendé pan entre los obrero’ y la’ mita kuña para atende’ la casa, hasta que el abuelo pudo encontrar un mejor trabajo en la plantación Flor de Liz en Eldorado, en donde pudieron tener su terreno propio. Desde ahí los hermanos mayores de mi madre, a veces con ella, venían a vender verduras y a hacer las compras hasta Puerto Piray, que ya crecía diferente con la fábrica papelera Celulosa Argentina. No había escarcha de frío ni sol reverberante que los detuviera, ni siquiera para tomarse unos minutos y cabezudea’ por ahí jugando a la bolita o al tico, apostando las moneditas ganadas para llevar más a casa. Había que comer.

Con el tiempo, por diferencias con el abuelo, Ña Pau se largó sola hasta Buenos Aires a buscar trabajo, cuando ella apenas conocía el asfalto y le revolvía las entrañas dejar a algunos de sus críos, que después vino a buscar uno por uno.

Allá aprendió de sopetón a tomar un colectivo, a que las casas tenían número, las calles nombres, y que la gente hablaba raro y no saludaba. Le tocó conocer y aprender –además de defenderse de asaltantes y sinvergüenzas –el frío penetrante en una villa de la Capital Federal, y cuando las manos le quedaban moradas mientras lavaba la ropa de los patrones trabajando de empleada doméstica.

A veces, cuando contaba sus peripecias, se le escapaba que “nunca tuvo miedo de Güenosaire’, lleno de gente ñe’embare’i” , mientras nosotros nos reíamos de su expresión y nos emocionábamos años más tarde entendiendo por qué nos retaba cuando decíamos que no podíamos hacer alguna cosa. “No hay que se’ kaigüé”, nos decía, “hay que se’ agradecido por los cosa’ que nos da el Señor”.

Ya en Piray, mucho después, el mismo hombre que la dejó ir cayó enfermo por un derrame cerebral que le dejó la mitad del cuerpo inválido, y Ña Pau volvió de Buenos Aires para cuidarlo con gran dedicación por más de 20 años hasta su muerte: quizás el ejemplo de perdón más grande que yo haya conocido en mi vida.

Hoy la casa de mi abuela ya no es donde actualmente Demetrio y Cristina tienen su despensa, ella hace mucho se mudó casi en frente de la casa de mis padres, sobre la calle Chacabuco del barrio San Martín, en donde falleció el abuelo. En esta casa, al igual que en la anterior, Ña Pau hizo una huerta que cuidó por mucho tiempo, picó leña, acarreó agua, arregló la casa, puso baño instalado, y todos los días recibía gente “projimo’ de Dio’ que hay que ayuda’”, como paraguayas vendedoras de productos naturales, que aprendí a respetar al reconocer en ellas la fuerza de mi abuela para levantarse a la madrugada en cualquier época del año, cruzar el Paraná en canoa, subir los barrancos del río cargadas de bolsas que ningún hombre puede soportar cargar por una cuadra, y caminar el día completo con ellas prefiriendo vender y no robar.

Así le cayó el siglo encima a Ña Pau, con “ese vilagra que le tiene todo hakú a lo’ hombre’ por ahí”, la tele que “solo reví desnudo mue’tra ahora” y la gurisada que anda “tekore’i endrogándose para no trabajá”.

Y sí, abuela, lamentablemente nosotros tenemos que seguir viviendo con todo eso encima. Afortunadamente, el Señor ya te está dando el descanso que merecés, ausentando tu mente de tanta porquería. Pero jamás se borrará de nuestras mentes tu vida, igual que las de tantas aguerridas misioneras, que han logrado criar a siete hijos, atender a un marido minusválido, ayudar a decenas de nietos, y asistir a infinidad de personas, sin saber qué es la inflación, ni qué partido político profesa el gobierno de turno, ni qué es el turismo, y ni siquiera Internet en donde tu nieto escribe “pavada no ma’ seguro” tratando de regalarte un insignificante homenaje.

martes, 12 de abril de 2011

Preventurismo

En estos últimos años en los que el país encontró –en Argentina se encuentra, no se planifica –cierta estabilidad económica, el turismo ha cobrado una importancia tal en Misiones que ha pasado a ser una de las principales actividades de desarrollo.

El gobernador Closs ha sabido dar continuidad a los proyectos de su antecesor, que fiel a su estilo de constructor, sólo atinaba a poner cemento por todos lados sin saber explicar para qué. Por fortuna, hoy, como al gordito le gusta hablar, y lo hace bien, sabemos de qué se trata todo el movimiento que se hacía en las 600 hectáreas de Iguazú y para qué sirve la inmensa cruz de Santa Ana, que se inaugura este viernes 15 y todos lo’ hierro’ eso’ que están poniendo allá en Irigoyen.

Por otra parte, también entendemos por qué y adónde se van los viajeros promocionales del turismo misionero, y qué significa hacerse conocer en el mundo de los viajantes, tema que en el gobierno del petiso teníamos que adivinar masomeno’ de qué se trataba.

Tal es el contento que gozamos, que en Iguazú el turismo no sólo es la vida de la ciudad, sino que vemos con gusto cómo se ha invertido, al igual que a lo largo de toda la provincia, en mejoras de vialidad, servicios de agua potable y cloacas, que hace años se esperaba. Y, quiera o no quiera reconocer la oposición, hasta en los pueblitos más chicos de Misiones se habla de turismo, y se ve gente rara sacando foto por ahí.

Sin embargo, por más contenta que se vea la gente, y se decida a limpiar un poquito el yerbal que tiene por si cae algún gringo platudo y quiere saber qué es el mate cocido, el gobierno y los dirigentes privados continúan con las pautas que le dicta nuestra idiosincrasia improvisadora.

“El huevo o la gallina”, me dijo una vez Closs, “cómo se sabe si tengo que invertir fuerte en la oferta si no genero demanda que me haga ganar primero y así invertir. Lo feo es tener los restaurantes vacíos, los hoteles sin nadie, no hay que tenerle miedo a la demanda”.

Y tiene razón el gordito –que ahora está un poco más delgadito, debe ser que se cuidó un poco más para las elecciones –pero debe saber también que por mucho tiempo nadie le tuvo miedo a la demanda, inclusive acá en Iguazú se atendía a los turistas con caminos de tierra, intransitables en épocas de lluvia, sin aire acondicionado porque la energía no daba abasto para todos, sin agua porque el servicio colapsaba, y con dos bancos, porque era eso lo que se tenía… en fin, igual que hoy. Y ese es justamente el inconveniente, porque no le tenemos miedo a la demanda, lo que no tenemos es agua, electricidad, y servicios, que siempre llegan detrás de la demanda.

Es decir, desde siempre tenemos que recibir a la visita con el baño chiquito, el agua de pozo, un lampiúm, o petromá, y tenemos que decirle que para la próxima visita ya vamo’ a tené lu’. Pero siguen viniendo, seguimos promocionando, y caen de a miles los visitantes, y nosotros tenemos que sali’ corriendo a pedi’ prestado alguna linterna y un ventilador para que no se mueran de calor porque no tenemo’ agua para hacé hielo.

Nos encantan los visitantes, amamos la demanda, decimos aleluya cuando vemos nuestros restaurantes y hoteles llenos de gringada y porteñaje kuera, pero cómo hacemos para conseguir que de una vez por todas se termine de construir, no sigamos agrandando la capacidad del transformador de EMSA que nunca se puso en marcha, y para que el agua venga con presión como dijeron que iba a salí de la canilla.

Porque ahora le toca a Santa Ana y a Irigoyen recibir a los que sacan fotos –que los técnicos que saben hablá le dicen demanda guaú –y entonces se van a dar cuenta que los de Iguazú no e’ que se quejan de balde, porque tienen de todo tipo de turismo, agroturismo, ecoturismo, aventurismo, pero reniegan tanto porque en realidad siempre les faltó preventurismo.

sábado, 9 de abril de 2011

No sé, no me importa

No saber por qué da vueltas la tierra no importa, pero que no me importe, importa muchísimo. Así como no saber el nombre y apellido de mi vecino no importa, pero que no me importe quién es mi vecino, afecta la vecindad.

Subir al colectivo en donde viajo todos los días sin saludar al que maneja no importa, no es necesario ni obligatorio, pero que no me importe saludar hace que al chofer no le importe manejar para quien sea que suba.

Conocer a todos mis compañeros del trabajo fuera del ambiente laboral no importa, pero que no me importe con quién trabajo, afecta el trabajo todos los días. De la misma manera no importa no recordar todos los consejos y correcciones de mis padres, pero que no me importen mis padres hace que no existan familias.

Así también estoy en todo mi derecho para decir que no me gustan los diarios y los libros, pero que no me importe leer las noticias y los libros, hace que mi mente elija lo primero que vea y escuche.

Y si me gustan sólo algunas letras, no importa, pero que solo me importe leer lo que me gusta hace que aprenda solo la mitad.

Para caminar sin mirar a mi alrededor tengo todo el tiempo de mi vida, pero que no me importe mirar a mi alrededor hace que mi vida sea una pérdida de tiempo. Las calles pueden albergar mis pasos sin que me importe sus trazos, pero que no me importen sus nombres hace que los niños de mi pueblo no tengan historia.

Pueden no importarme los políticos ni los que dan lugar a sus chácharas de conventillo, y los que gobiernan me pueden disgustar tanto como quiera, pero que no me importe la política hace que el país que sueño tarde en llegar, mientras yo siga diciendo no sé, no me importa.

miércoles, 6 de abril de 2011

No more sweet talk


Este con aquel, aquel con otros, todos juntos contra uno, uno culpa a todos, todos contra todos. Los que nunca aparecieron, ahora aparecen; los que siempre aparecieron, dieron cuenta de su interés por aparecer; los que jamás se vieron, hoy están unidos.

Lo hacemos por el bien del pueblo; queremos una ciudad mejor; entre todos podemos cambiar; soy un soldado del partido; soy un trabajador para aportar a la mejora; no importa bajo qué bandera.

Can’t take your slogans no more!

Las calles encuentran las mismas pancartas en los mismos lugares, y más, con las mismas frases que al parecer existen sin la fortuna del ingenio, y las sorpresas que se esfuerzan por ser inéditas son las mismas viejas promesas maquilladas para una fiesta que nunca llega.

Wipe out the paintings of slogans all over the streets! Confusing the people…

Veo las mismas protestas que vio mi padre y escuchaba mi abuelo, hace años. Disturbios para un mejor sueldo y por persecución laboral que terminan siendo un apriete para negociar dinero personal; titulares que antes no aparecían ahora aparecen interesados en cambiar el país y luchar por la libre expresión, como si de verdad les interesara que todos pudiéramos decir lo que se quisiésemos sin que nos afecte de alguna manera.

I see borders and barriers, segregation, demonstration, and riots…

Basta de endulzar palabras con bocas sabidamente amargas, insultando nuestra inteligencia, como si las cicatrices no tuviesen memoria de tiempos en los que escuchábamos lo mismo, ilusionándonos con sueños de mundos nuevos que terminaron siendo pesadillas de calles remendadas y casas baratas.

No more sweet talk from a pulpit! No more sweet talk from a culprit!

Digámoslo con todas las venas infladas: estamos siendo dirigidos por un grupo de un gran jardín de infantes que elegimos nosotros, y dedica su tiempo a culparse de errores, y se investigan, como grandes señores inmaculados, que jamás pecaron, como si sus grandilocuentes titulares pueden torcer nuestros ojos de debajo de la mesa en donde se saludan con dinero nuestro.

No more sweet talk from the hypocrites!

Cuándo vamos a buscar un cambio aunque se prefiera lo mismo, con prejuicios y descrédito del amor a la vida. Qué vale tanto que ni siquiera se compare ni se busque la oportunidad de la palabra respeto. Cuándo saltará la sangre hirviendo cansada porque busca el aire de ser libre de verdad.

Oh, when will we be free!! No more sweet talk from the culprit, no more sweet talk from the hypocrites!

martes, 5 de abril de 2011

Vo esperá no má

El asfalto de la calle Chacabuco, donde está la casa de mis padres en Puerto Piray, llegó el año pasado. Mis padres suelen recordar que esa casa tiene mi edad, 31 años, porque justamente se mudaron allí cuando nací. Anteriormente, mis otros tres hermanos mayores y mis padres vivían en el mismo terreno, pero en otra casa, hasta que mis viejos pudieron juntar algo de plata y con un préstamo hipotecario hicieron la nueva.

Confieso que siempre quise que mi calle fuese como la de mis compañeros de otro sector del pueblo –empedrada o de asfalto –o como la de otros conocidos de Eldorado, Montecarlo, o Posadas, que solían bromearme sobre el estado de la calle frente a mi casa y las de Piray en general.

Yo me reía con ellos, pero sufría por dentro, porque al parecer que yo supiese más que ellos sobre la historia de Misiones, sobre nuestro idioma y sobre el guaraní y el portugués, sobre política, geografía, y literatura, no servía de nada ante la falta de adoquines o asfalto en la calle frente a casa; eso denotaba a gritos que yo era del tercer mundo por más que supiese lo que supiese.

Un buen día, que no olvido, unos señores fueron testigos que a mi corta edad a la salida de la escuela, yo defendía con garras y dientes a mi pueblito, ante las bromas constantes de unos conocidos de Montecarlo, y me dijeron sin saber quizás que en sus palabras resumirían toda nuestra cultura argentinísima sobre saber elegir: “Tranquilo, chamigo, vo’ esperá no má, ya vas a ver que cuando llegan las elecciones van a arreglar todo”.

Yo no entendí mucho la reflexión y el consuelo que me daban, pero lo acepté como herramienta para defenderme ante mis contrincantes de turno, y me sirvió. Pero luego las palabras de esos señores se convirtieron en una ilusión que carcomía mi alma todos los días. A los doce años me fui a 8 mil kilómetros de mi pueblito, volví a los casi 15; no había asfalto, me fui de nuevo y volví a los casi 17; no había asfalto, me fui y volví a los casi 20; no había asfalto; me fui y volví varias veces de visita hasta que me recibí a los 23; no había asfalto, pero en cada visita mis tíos, amigos, y hasta mis sobrinos me decían que “pasó la máquina, parece que están arreglando para asfaltar”.

En todos esos años, por lo caprichoso que soy, he discutido acaloradamente defendiendo a mi pueblo y la promesa de asfalto, inclusive con mi hermano Marcelo, quien hoy vive en Puerto Rico de las Antillas, y me gastaba siempre diciéndome “vo’ esperá no má”. Pasaron los años, me nacieron dos hijas, se me cayó gran parte del pelo, la barriga me creció y decreció miles de veces, me salieron algunas canas, reconocí algunas arrugas que no tenía, y el asfalto no llegaba.

Por fortuna, tuve la oportunidad de recorrer muchos otros pueblitos de Misiones y de la Argentina en general, y me dí cuenta que no era el único que esperaba. Sin embargo, eso no me consolaba. Mis padres volvieron después de casi 15 años a la casa de Piray, y no tenían asfalto. Seguían regando el interminable polvo al amanecer y en el ocaso con la manguera que le cuidaba por un par de horas la limpieza del hogar. Habían pasado muchas elecciones, y cada dos y cuatro años, me volvía a nacer la ilusión.

Hasta que al fin el año pasado, después de haber pensado que no vería nunca el asfalto frente a la casa de mis padres, llegó. Pero llegó hasta la mitad. Sí, hasta la mitad, terminaba justo en el medio del recorrido del terreno de mis padres. Luego me explicaron que era porque tenían que esperar que llegara el presupuesto que tenía que ganarse el intendente apoyando al gobernador de la provincia ¡en la próxima elección!

Llegó la elección, y terminaron de asfaltar. Me tocó esperar 31 años. Entonces dije, voy a contactar a los amigos y conocidos que me gastaban por esto y les voy a contar, a ver qué me dicen ahora. Los contacté, les conté con fotos y todo, pero me dijeron: “ahora el asfalto ya fue, man, la onda es WiFi en toda la ciudad”.

No me iba a quedar atrás. No me puedo quedar atrás. Fui corriendo a averiguar con un compañero de la infancia, que hoy trabaja para el municipio justamente en el tema de sistemas informáticos, y me contó que está todo listo, está todo hablado, que le vaya comprando a mi viejo una compu nueva. Pero para cuándo más o menos va a estar todo, le pregunté.

“Y viste como e’, ahora la presidenta va a entregar unas notebooks con el gober, y para las elecciones por ahí, yo creo que va a estar todo. Vo’ esperá no má”.

viernes, 1 de abril de 2011

Un viaje con mi hija

¡Cómo nunca me di cuenta que las hormigas suben hasta lo más alto de los árboles para ver mejor y comer las hojitas más verdes, porque las del piso están marrones en otoño! Tuve que andar muy entretenido con otros temas más importantes, que me alejaron de ese detalle, y de otros, como que las campanitas que viven en la orilla de los caminos se cierran porque está oscureciendo, descansan con don solcito, y dejan que brillen las otras flores con la luna.

¡Qué distraído soy para no haber notado que la gente pinta las casas del color que quiere, pero el cielo es azul para que todos lo miren! Es que probablemente yo jamás presté atención al por qué de los colores. Por eso tampoco me percaté que hay que cruzar la calle por las rayas blancas que parecen un piano, porque uno toca con los pies la música para que paren los autos.

¡Qué tonto! ¿Cómo no voy a saber esas cosas fáciles? ¡Cómo nunca supe que los alfajores se eligen por el color del dulce de leche y no por el papel de afuera! Claro, ¡para eso está el dibujo del alfajor! Además, primero se toma el jugo para descansar, y después se come el alfajor cuando uno llega a la casa.

¡En qué andaba pensando para desconocer que el color amarillo no es para las manzanas, es para los duraznos y los pomelos, que se enojan si uno usa el color de ellos para otra fruta! Pero el jacarandá no se enoja porque es un árbol que tiene flores celestes y prestan su color a otras flores y al cielo.

¡Tan ocupado en otras incumbencias estuve que tampoco pude observar que los caminos duros son para los autos que maneja gente apurada, y el pastito de al lado es para la gente que tiene pies para andar despacio! Y si no pude ver eso, menos iba a captar que cuando uno camina tiene que juntar las semillas, los palitos y las plumas que encuentra porque pueden servir para hacerle una casita a un cascarudo que vive en la playa.

¡Qué lejos vagaba mi mente para no interpretar que el sol hace las sombras largas porque está cansado a la tarde y ya tiene que ir a dormir! Por eso las cabezas son estiradas y largas como los brazos y las piernas, que al otro día son más cortas y rápidas.

Aprendí además algo que nunca supe: los edificios se ven rápido por la ventana del colectivo porque están quietitos, y no hablan, para que la gente viva tranquila. Toda esta clase magistral de la vida la adquirí por el simple costo de buscar del jardín a mi hija Fiorella, de tres años y nueve meses.