martes, 17 de agosto de 2010

Misionero come chipa

A esta altura prefiero las declaraciones y actitudes de consenso y unidad, pero cuando llega el día en el que recordamos a don José, éste me obliga a la reflexión defensiva, que entre mis sueños quiere llegar a los filamentos más profundos de mis hermanos.

Y me pregunto si dentro de los ojos que lleguen a estos trazos habrá alguien que comprenda, que don José fue y es misionero, aunque los límites de hoy pongan a Yapeyú dentro de nuestra vecina Corrientes. Los mismos rasgos, hoy ya amarillentos, de aquel funcionario público que registró su llegada a este mundo como cualquier otro lo eterniza como hijo de las Misiones. ¿Por qué habría de negársele su origen al Libertador? ¿Acaso lo haríamos así con el irlandés que peleó a nuestro lado en aquella época, por más que su apellido Brown, indique que nada tenía de criollo americano? ¿O caso contrario al belga Cortázar, que prefería ser argentino; o al oriental Quiroga que se hizo hijo de la tierra roja?

Hoy ya no importan sus orígenes, dirían los tibios al recordar la obra de cada uno, pero a la vez vociferan grandes elogios de ínfimos logros rioplatenses, que hacen pasar a través de la historia como si fuese que los días solo hubiesen existido en las pampas. Disculpen, pero Andresito me provoca a ser agresivo recordándome que mientras él siendo indígena misionero dominaba el español y el guaraní en el habla y en la escritura, allá debajo sólo se revolcaban entre su pobre castellano mezclado con frías anglosajonías afrancesadas, que hasta hoy se atreven a llamar cultura argentina.

Se habrán olvidado quizás que mientras ellos disputaban si la bandera debía ser celeste o roja, el monte misionero ya había impreso el primer libro en toda Latinoamérica, y llevaba un siglo con sistema sociopolítico basado en la producción y exportación de la yerba mate, que dentro del suelo argentino elige nacer en su proceso natural sólo en la tierra roja.

¿Qué pasó después?, preguntarán los ignotos carapálida de siempre, a quienes habrá que domarlos haciéndoles leer algunos rasgos de barro colorado, que le sacarán las dudas que la explotación guaú –sí, guaú, así digo yo –de los aborígenes en los 1600-1700 es hasta casi una caricia comparada con la explotación que hoy viven y sufren ellos por parte de otros carapálidas.

Y que por más esfuerzo que hicieron para ignorarnos hasta 1953, año en que nos dieron el titulito de provincia, en estos pocos años nos transformamos en una de las economías más importantes del país, en primer destino turístico nacional, principal productor y proveedor de yerba, tabaco, y madera, y todo esto conservando el 50% de la incomparable naturaleza que nos regaló el Todopoderoso.

Perdón por mi agresividad, pero don Ramón me incita desde su Posadeña Linda, su Mensú, Los Gurises, y su Canción al Iguazú, a que apriete mis dientes y se me conmuevan los tuétanos junto a la melodía de Mi Pueblo, Mi casa, La soledad, del indiscutible Chango. Y desde sus letras, sin nada que envidiar a nadie, me empujan al frente Zamboni, Capaccio, Toledo, Areco, el tocayo Amable, y acá no más Moreyra, Stéfani, y el desconocido Julio Ferreira, que sin licenciaturas, títulos honoríficos, premios por doquier, sin viajes al piratón del norte, ni a la Europa, organizó, cambió, dio nombre, trabajo, y dignidad a 40 cirujas basureros y sus familias que fueron escuchados y honrados por el mismo gobierno nacional y el Banco Interamericano de Desarrollo, para transformar el nauseabundo patio de atrás de la ciudad en una planta de transferencia de más de 8 millones de pesos, aportando al medio ambiente mucho más que los inútiles verborrágicos carapálidas. Sí, y lo hizo siendo morocho misionero, sin todos los dientes, hablando perfecto castellano, guaraní, y portugués, mientras comía chipa.

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